El lavante
El levante entró en su casa con el ímpetu de un enamorado impaciente. Agitó las cortinas, acarició las hojas de las plantas, levantó las esquinas del periódico de aquella mañana, se coló por todas las rendijas y entre las aspas del ventilador, pero no trajo consigo recelo, ni inquietud, ni la desconcertante amenaza del desorden. Nada rompió, nada se perdió, ningún papel se estrelló contra la pared del fondo con la docilidad sumisa y desarticulada de las víctimas. Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo en su sitio porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había aprendido que no podía vivir sin él.
Almudena Grandes
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